eTestimonios

Gente de la calle que cree en Dios

23 abril 2006

Una cosa estuvo siempre clara: no íbamos a abandonar a nuestra hija

En este relato, cuyos párrafos iniciales resumimos, la Dra. Karen Palmer, médica psiquiatra, narra su vivencia traumática del diagnóstico prenatal de graves malformaciones fetales de la criatura que llevaba en su seno, y de cómo lo asumió.

Cuenta su alegría cuando supo que iba a ser madre, y cómo la noticia de su embarazo alegró a su marido, médico también, y a los futuros y orgullosos abuelos; y de cómo las semanas siguientes estuvieron llenas de expectativas y esperanzas, de su sorpresa al notar, a las 18 semanas, los primeros movimientos fetales. Pero, de pronto, surge una preocupación: su vientre no se abulta en la medida de lo esperado. Acude a un obstetra que practica una ecografía y le da la terrible noticia de que hay un oligohidramnios y que el feto presenta malformaciones múltiples y tan graves que es muy probable que la gestación no pueda llegar a término.

Lógicamente, la noticia fue devastadora: Karen sintió por unos días la sensación de haber perdido a su hijo. Lloró mucho por él, como si ya hubiera muerto. Nos dice:

"La tabla de salvación a la que nos agarramos mi marido y yo era ésta: que aquella vida, minúscula y dañada, que se nos había dado, era preciosa y no la podíamos abandonar. En aquellos primeros días de zozobra, como si fuera consciente de la necesidad de recordarnos su importancia, el niño se movía dentro de mí mucho más de lo que lo había hecho antes. Llegamos a la conclusión, como padres y como médicos, de que no íbamos a hacer nada que no fuese para beneficio del niño. Así se lo dijimos al ginecólogo y él lo comprendió.

Los meses que siguieron fueron muy duros. Fuimos aprendiendo a querer a ese hijo tan especial e inesperado, y a temer el momento en que se nos pudiera morir. Nos ayudaron mucho los de nuestra familia, el sacerdote, y los amigos y colegas. Nos dieron muchos ánimos, y la verdad es que los necesitábamos. Una ecografía en la semana 25 mostró que apenas había tejido pulmonar, por lo que el pronóstico se ensombreció todavía más. Era tremendo sentirle lleno de vida y saber que nunca podría vivir fuera de mí. La gente me felicitaba cuando me veía por la calle o en el hospital, y me preguntaba cómo iban las cosas. Menos mal que, poco a poco, todos fueron sabiendo lo que estaba pasando.

Hubo dudas de cómo preparar el parto: si podría ser necesaria una cesárea, pues la presentación era de nalgas; si sería bueno monitorizar el parto o intervenir de urgencia en caso de que el cordón umbilical quedara comprimido. Mi cabeza daba vueltas. Unos momentos quería que todo terminara pronto, y otros deseaba que fuera posible llevarlo dentro de mí siempre, vivo y moviéndose. Pero una cosa estuvo siempre clara: no le íbamos a abandonar. Además, si tenían que hacerme la cesárea, yo quería estar despierta.

El 3 de agosto de 1993, por la mañana, el ginecólogo me hizo la cesárea. Sacó de mi vientre a Jennifer Grace -así la bautizamos- una niña sonrosada, preciosa, un poco pequeña, la verdad. La tuve en mis manos un momento, pero inmediatamente se la llevaron los pediatras. Mi marido y yo experimentamos una alegría real. Él se fue con ella a Pediatría y allí presentó la niña a los abuelos como una "luchadora muy valiente".

La volví a ver cuando tenía tres horas y media de edad. Una ecografía había confirmado que carecía de riñones y que no era posible que sobreviviera. Tenía también hipoplasia pulmonar, pero no quisimos que se hiciera nada, pues la ventilación asistida no le hubiera ayudado y si se prolongara podía provocarle un neumotórax. Durante los últimos cinco minutos de su vida la tuvimos en nuestros brazos y le dijimos adiós. Mi madre me ayudó a vestirla y le hizo unas fotografías.

¿Por qué cuento esta historia? Simplemente para que se sepa lo que sucedió. Quizá esto sirva para que algunos se planteen seriamente si el aborto es lo mejor que se puede hacer, tanto por los padres de un feto gravemente malformado, como por la criatura misma. Después de la muerte de Jennifer hemos pensado mucho sobre aquellos meses de mi embarazo. Fue un tiempo muy especial, precisamente porque ella estaba con nosotros. Ahora, podemos dar gracias por ella y echarla de menos como un miembro de nuestra familia al que quisimos mucho y al que hemos perdido.

Tuvimos un funeral para celebrar su corta vida y rendirle tributo por el bien que nos hizo. Podemos visitar su tumba y llevarle flores. Podemos hablar de ella. Y si tenemos otros hijos, podremos contarles cosas de su hermana mayor. Podemos hacer todo eso. Y eso nos ayuda a mitigar el dolor de haberla perdido. Si la hubiéramos abortado, todo eso nos estaría prohibido."

Texto completo en British Medical Journal, 1994

Sección vida/Prolife